Me pareció interesante este artículo aparecido en la Revista Ñ,
del 29 de enero de 2011, sobre todo para los que creemos que el arte es
el resultado del trabajo serio y del talento reflexivo. Ante una obra
incomprensible el espectador nunca debe preguntarse qué quizo decir el
artista. La comunión entre la obra y el espectador debe ser inmediata y
sin intermediarios. Es por eso que defendemos a la pintura realista y
bregamos por su renacimiento. El espectador es nuestro aliado y no
pretendemos agredirlo.
El artículo, en cuestión, fue escrito por José Fernández Vega y se refiere al libro de Marc Jimenez, “La querella del arte contemporáneo”, y dice más o menos así:
Ese algo indefinido que llamamos arte
“La cuestión del
arte contemporáneo se plantea desde hace un siglo y se agudiza con cada
inauguración, subasta o escándalo, sostiene Marc Jimenez. Su libro
interpela parejamente a artistas, crítica, teoría, público y mercado.
En
qué momento se jodió el arte contemporáneo? ¿Fue acaso en 1917, cuando
Marcel Duchamp, sospechoso habitual, compró un urinario en un comercio,
lo firmó con seudónimo y lo emplazó en una muestra convencional? ¿O con
los delirios que Dada organizaba durante la Gran Guerra? ¿Tuvo lugar en
su mismo origen, con los primeros cubistas? ¿Ocurrió mucho después, con
las extravagancias de los años sesenta? Los ejemplos podrían
multiplicarse al infinito. ¿Sería mejor, entonces, si en lugar de
indagar a los artistas acusáramos a Hegel, a Nueva York, a Guido Di
Tella? ¿Serán responsables los alcaldes porque advirtieron que una
bienal improvisada o una modesta colección dentro de un edificio de gran
diseño, podían volverse rentables atracciones turísticas? ¿Sería más
justo apuntar contra esos magnates que, en busca de prestigio y bohemia,
pagan fortunas de su dinero negro azuzando la obscena estampida de
precios? La Gran Obra de Arte, o su nostalgia, parece representar la
última figura de autoridad todavía popular en una cultura donde todas
las instituciones muestran heridas abiertas y las antiguas certezas se
evaporan. El arte contemporáneo no ofrece, como en el pasado, obras
maestras inmediatamente accesibles a todo público, de las cuales el
entendido admiraba unos aspectos, otros el observador lego, y ambos
quedaban reconfortados por igual.
La
historia se transformó completamente a partir de comienzos del siglo
XX, cuando Duchamp, con su mingitorio, abrió la posibilidad de que
cualquier cosa pudiera ser considerada una obra de arte, incluso un
objeto banal, cuya apreciación estética el artista repudiaba. Duchamp
buscaba suprimir la noción de belleza para hablar de las obras y superar
un ideal establecido a través de los siglos. Las consecuencias de su
gesto radical fueron inmensas y siguen irritando a una mayoría, apartada
de las salas de exposición e indignada por lo que allí se exhibe.
La
hostilidad hacia el arte contemporáneo no sólo se manifiesta en un gran
público que se siente ultrajado y le da la espalda, sino también entre
los especialistas. En su libro, Marc Jimenez reconstruye una
controversia que estalló en Francia a comienzos de la década de 1990, cuando una
serie de artículos impugnaron con violencia la escena artística del
momento. Denunciaban a sus animadores por impostores, superficiales
representantes de una interminable decadencia. Reprochaban las
subvenciones para realizaciones estúpidas que los museos y las galerías
recibían complacientes.
Las
instituciones fomentaban transgresiones que incorporaban, felices, a
sus colecciones. Los artistas disfrutaban de su nulidad y su falta de
oficio sufragados con dinero público. El arte había cercenado sus
vínculos con la sociedad, a la que ya no servía como dispositivo
crítico, ni como fuente de placer. Nadie tenía la menor idea de cómo
evaluar una obra.
Los
partidarios del arte contemporáneo adoptaron una actitud apenas
defensiva. Carecían de argumentos, se amparaban en obviedades. Era para
ellos muy difícil justificar esos principios que, aplicados a su música,
el revolucionario John Cage enumeró con ironía: “Ningún tema,
ninguna imagen, ningún gusto, ninguna belleza, ningún mensaje, ningún
talento, ninguna técnica, ninguna idea, ninguna intención, ningún arte,
ningún sentimiento”.
A mi juicio, que como uno más que desde mi infancia siento el arte recorrer en mis venas, este tema ha sido uno de los tópicos más intrigantes, emocionantes, o a veces poco tocados por la magnitud intrínseca que este problema trama en el mundo del arte. El sentido del arte, qué sentido tiene el arte? Para qué puede servirnos a nosotros los seres humanos? Lo que puedo especular es que el arte en si puede tomar la dirección que este pueda conseguir en una época determinada. Si bien todas las épocas no son las mismas, cada época histórica representa un espíritu humano distinto al de otras anteriores, por lo tanto, el arte qué en ellas suele verse responde a su dirección espiritual (artistas, mercado, ciencias, guerras, conflictos políticos, museos, bienales etc.) Todo confluye en el río de un amasijo de formas, estereotipos, conceptos, sentimientos, eventos sociales, vetos, marcas, costumbres y paremos de contar donde el hombre, o mejor dicho, con lo que el hombre de una época reconstruye, interpreta o muchas veces antepone a la realidad que todos creen saber, su metáfora intrínseca y propia de él mismo. A partir de allí todo del artista queda expuesto, todo queda al lugar de la vanalización o a la extrapolación de la obra para los fines de acoger un resultado que es el que cada espectador pueda fortuitamente intuir como algo muy propio en su vida, una vida que a su vez responde domadora de sí misma época. Saludos.
ResponderEliminarMuy interesante tu comentario.
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