martes, 13 de junio de 2017

Charles Sheeler, el padre de los hiperrealistas


Charles Rettew Sheeler Jr. (1883-1965) fue un pintor, fotógrafo estadounidense e iniciador del estilo pictórico precisionista. Se le considera una figura central del realismo de su país y uno de los fotógrafos más importantes del siglo XX.


Texto de Esther Dávila

Charles Sheeler hizo muchas cosas en un mundo, el del arte de la primera mitad del siglo veinte, en el que mucha gente hacía muy bien muchas cosas. Fue pintor, fotógrafo e, incluso, temprano y efímero cineasta. Tal vez ese sea el problema, que entre el marasmo de genios y corrientes quedó relegado al vasto pantano de los artistas de segundo orden. Una pena, porque entre las variadas expresiones artísticas que probó a lo largo de su vida, dio con un hallazgo que merecería situar algunas de sus obras junto a las de los grandes nombres del arte moderno. No fueron demasiadas, pero sus pinturas de paisajes industriales sumaron un tema y una visión al realismo norteamericano verdaderamente originales.



Pero ¿quién es Charles Sheeler?, se preguntará la mayor parte de los interesados. En 1962, tres años antes de su muerte y ya retirado del trabajo artístico tras una apoplejía, fue hecho miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras. Es un importante reconocimiento en su país, donde no en vano había tenido una reconocida carrera profesional como fotógrafo comercial y pintor. Sin embargo, no hay noticias de Charles Sheeler más allá de las fronteras norteamericanas, podría decirse que apenas siquiera más allá de Nueva York, por no hablar ya de los estragos temporales de medio siglo de plácido abandono. Sus paisajes industriales parecen haber sido víctimas del propio deterioro y desmantelamiento de amplios sectores de la industria estadounidense, entre cuyos casos destaca el de la actual Detroit.


Charles Sheeler fue un tipo perfectamente normal. El año cero del siglo veinte cumplía 17 años y debía comenzar sus estudios superiores. Intentó el ingreso en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania, pero fue rechazado, abocándole a la Academia de Arte Industrial de Filadelfia, hasta que tres cursos más tarde consiguiera entrar en la “academia de los artistas”. Con todo, puede que fuese más determinante de lo que él mismo pudiera imaginar en su momento el paso por la academia de Filadelfia. Sheeler fue un estudiante y pintor en ciernes que recorrió el camino acostumbrado del artista americano de principios de siglo: viajes a Europa, seducción por las vanguardias, en especial por el cubismo, y participación en la famosa muestra Armory Show —Exposición Internacional de Arte Moderno— de 1913 en Nueva York, donde expuso cinco obras. 


En 1910, a la vuelta de Europa, dedicado íntegramente al arte profesional, se mudó a Pensilvania, el estado vecino del norte de Nueva York. Pudiera parecer un hecho sin importancia, pero no lo era. Alquiló una sencilla casa de campo en un pueblecito llamado Doylestown, junto a su amigo Morton Schamberg, a quien había conocido en la academia de arte y con quien había compartido la ronda europea. La casa de Doylestown no era una casa de vacaciones ni un hogar sin más, sino un retiro y un fuerte artístico. Fue allí donde comenzó a experimentar con la fotografía. Los rincones y espacios de la casa de Doylestown y de sus alrededores se convirtieron en vistas de un mundo dominado por juegos de formas geométricas. Una materia prima que era la realidad del mundo rural norteamericano, lejos de la metrópolis y de la industria pesada. Sin embargo, un hecho trágico haría abandonar a Charles Sheeler el orden geométrico del campo de Pensilvania: la muerte a causa de la gripe española de su amigo Morton. 


Como si de una evasión del recuerdo del amigo muerto, Sheeler se trasladó para siempre a la ciudad y al moderno paisaje industrial. Hizo amistad con algunos de los más importantes fotógrafos de EEUU, como Alfred Stieglitz y Paul Strand. Sus fotografías de Doylestown se expusieron en las galerías de Nueva York y los encargos como fotógrafo de arte y comercial le supondrían un espaldarazo económico y crítico. En 1927, una serie de treinta y dos fotografías para Ford de las instalaciones de la fábrica de River Rouge, en Michigan, le valieron el aplauso no del mundo de la publicidad, sino de la crítica de arte. El enfoque del proceso de producción industrial, con poderosas perspectivas geométricas, le inducen al artista a traducir las fotografías en pinturas, que le suman al tema industrial un componente de evocación y abstracción que da en un realismo sumamente particular.


El empeño fotográfico le había conducido a Sheeler a indagar no solo en la pintura, sino en el propio cine, arte emergente aún. En 1920, junto a Paul Strand, filma un cortometraje mudo en base a tomas de la vida cotidiana de Manhattan, intercaladas con versos de Walt Whitman. El film, de siete minutos, titulado Manhatta —sin la “n” final—, constituye una pequeña joya, tanto como testimonio del Nueva York de principios de siglo, como de la historia del séptimo arte. Tengamos en cuenta que la obra cumbre de este tipo de film documental es considerada Berlin, sinfonia de una ciudad, de Walter Ruttmann, que fue rodada en 1927, siete años después del cortometraje de Strand y Sheeler.


Será en los años 50, cuando se acerque el ocaso de su carrera y de su vida, cuando Charles Sheeler alcance a sintetizar en unas cuantas obras los hallazgos de tantos años de experimentación tranquila y reflexión sobre las formas de representar la realidad a nivel visual. Sus paisajes se concentran en el elemento industrial, olvidado como un elemento secundario o de relleno para los pocos realistas que aún se manifestaban en el arte americano, bajo el dominio de la abstracción y a las puertas del pop. Los paisajes de Sheeler, certeros en su simplicidad, consiguen casi plantear una paradoja: el acercamiento a lo abstracto de un realismo extremo, en el sentido no de su representación fotográfica, sino de su reducción al esqueleto de las formas. 


Después de todo, Charles Sheeler, el tipo normal, el artista tipo, consiguió algo verdaderamente excepcional, cuando menos llamativo, unir elementos en una misma obra de las principales tendencias del panorama artístico del siglo veinte: un realismo de marcada impronta evocativa, la tendencia a la abstracción de raíces cubistas, y el colorido del pop que ya iniciaron los fauvistas. Y todo ello sobre un tema que podría parecer, en pleno Estados Unidos de América, algo así como realismo socialista. Sin duda, un caso curiosamente desapercibido en el mundo del arte.



El artista

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