domingo, 18 de agosto de 2019

Mujeres pintoras: Las de antes y las de ahora

Ilustración de Norman Rockwell


¿Por qué esta publicación? Porque estamos visibilizando y completando esa historia del arte escrita por hombres que le negó presencia en los libros a grandes creadoras. Como este es un blog dedicado, más que nada, a las artes plásticas, hemos buscado en nuestro archivo algunos artículos que intentan desentrañar el complejo entramado de una marginalidad que ya es histórica.

Agradecemos a todas las amigas de facebook que ante una convocatoria nos han acercado una fotografía en plena labor creativa. De a poco iremos completando el largo listado. Gracias a todas.




La mujer y el arte

Las pintoras y escultoras han sido sistemáticamente presentadas en los manuales de historia del arte de una forma marginal lo que podría hacernos pensar que apenas habían existido, mientras que como objeto eran ampliamente representadas en cuadros, esculturas y demás manifestaciones artísticas de todos los tiempos.
Lo cierto es que sí ha habido grandes artistas pero no han sido reconocidas como tales ni valoradas por la posteridad. Muchas pinturas realizadas por mujeres fueron inicialmente atribuidas a varones, lo que indicaría que no hay diferencias objetivas entre el arte realizado por mujeres o por hombres, pero cuando se verifica que la autora es una mujer, baja mucho el valor económico y simbólico de la obra. Vamos por ello a realizar un breve recorrido por la historia del arte constatando así su presencia y los obstáculos a los que tuvieron que enfrentarse y superar para poder dedicarse a aquello que verdaderamente deseaban.


Según la tradición recogida por Plinio el Viejo en su Historia Natural, la pintura fue una invención femenina: la joven hija del alfarero Butades Sicyonius trazó sobre un muro el contorno de la sombra del rostro de su amado cuando partía para lejanas tierras.
El primer ejemplo documentado de una obra de arte firmada por una mujer se remonta sorprendentemente a la Alta Edad Media. Generalmente los artistas del medievo no firmaban sus obras y tampoco lo hacían los autores de los manuscritos iluminados, pero en el ejemplar del Comentario del Apocalipsis de Beato de Liébana que se conserva en la Catedral de Gerona (terminado en el 975) aparecen los nombres de Ende "pintora y sierva de Dios" (pintrix et Dei adiutrix) y del monje Emeterio.

Etienne Azambre, 1894

En el siglo XV comenzó a producirse en Italia un cambio en la valoración social del artista, que se extendió luego por todo el Renacimiento y el Barroco. Los artistas empezaron a reivindicar que la pintura, la escultura y la arquitectura fuesen consideradas artes liberales ya que requerían una intensa actividad intelectual y espiritual que las alejaba del simple oficio mecánico y artesano al que estaban sujetas en la Edad Media con el sistema gremial. En este momento la formación de los artistas requiere conocimientos de Geometría, Física, Aritmética y Anatomía, disciplinas que no se incluían en la formación de las mujeres. Empieza a ser fundamental también la copia del natural y concretamente el dibujo del cuerpo humano desnudo, actividad por completo vedada a la mujer, quien, por otro lado, mantiene una absoluta dependencia del varón, accediendo a la profesión de la mano de un protector, un marido artista o un padre artista. En estos casos las mujeres reciben la formación en el taller familiar (Lavinia Fontana, Artemisia Gentileschi, Luisa Roldán). Si por el contrario pertenecen a la nobleza o a la burguesía adinerada (Sofonisba Anguissola), la formación humanística que se les proporcionaba incluía el aprendizaje del dibujo y la pintura al igual que la música, disciplinas que eran impartidas por maestros consagrados.

James N. Lee_(1873–1911) At the easel

Otro aspecto importante durante el Renacimiento y el Barroco es el rechazo de los artistas al cobro de honorarios por la realización de su obra, ya que el trabajo remunerado era considerado un "oficio" indigno de caballeros. Así los artistas, para poder desarrollar su actividad, buscan la protección de la nobleza o la monarquía. En este sentido, la aceptación social de algunas pintoras se debió precisamente a que fueron damas de la corte como por ejemplo, Sofonisba Anguissola en la corte española y Levina Teerlinc en la inglesa.
El siglo XVIII fue una época de grandes cambios y grandes revoluciones. Durante la Ilustración se amplía poco a poco el campo profesional de las mujeres sobre todo en la enseñanza. La separación de los sexos y los diferentes programas educativos genera una mayor demanda de profesorado, preferentemente femenino, para las escuelas de niñas. Por otro lado, las clases acomodadas consideraban imprescindible en la educación de las jóvenes un cierto conocimiento de dibujo y pintura, así como de canto y música, por lo que muchas artistas se convierten en maestras de estas disciplinas acogiendo pupilas (Adélaïde Labille-Guiard).


A pesar de estos logros, la discriminación es manifiesta. Continúan las mujeres siendo mayoritariamente excluidas de las Academias y de los concursos como el prestigioso Prix de Rome.
Las Academias eran los lugares establecidos en la época para la formación de los artistas y el acceso a las mismas era controlado al máximo por los propios miembros que defendían así sus prerrogativas frente a otros artistas y sobre todo frente a las mujeres, restringiendo su incorporación o evitando su nombramiento como miembros de pleno derecho. Las mujeres que obtenían el privilegio de formar parte de las Academias (Angelica Kauffmann, Elisabeth Louis Vigée-Lebrun) tenían prohibida la asistencia a las clases de desnudo. Esto dificultaba el acceso a una sólida formación, que incluía el estudio del natural, de la que sí disfrutaban en cambio sus colegas varones. Por este motivo las mujeres no podían consagrarse a géneros como la pintura de historia o mitológica, que implicaban un conocimiento pormenorizado del cuerpo humano, viéndose obligadas a cultivar géneros considerados "menores" como el retrato, el paisaje o la naturaleza muerta, a la vez que se les cerraban las puertas del éxito ya que en los Salones y concursos eran especialmente valorados los grandes temas históricos o mitológicos.
Tampoco tenían la facilidad de sus compañeros para realizar largos viajes al extranjero que completasen su educación artística porque era impensable que las mujeres viajasen sin la compañía de algún familiar o se mostrasen solas en público.
En el siglo XIX crece el número de mujeres dedicadas al arte y se afirma en la sociedad la idea de la mujer artista, pero es un siglo de grandes contradicciones pues, si bien la mujer va adquiriendo derechos sociales, laborales, económicos, por otro lado el restrictivo modelo femenino victoriano relega a la mujer al papel de esposa, madre y ángel del hogar.


Continúan teniendo los mismos problemas para acceder a las Academias, pero surge otro tipo de entidades de carácter más liberal como las sociedades de artistas en general y las asociaciones de mujeres artistas en particular, que se crean para defender, sobre todo en este último caso, los intereses de estas mujeres instituyendo premios y bolsas de estudio, organizando exposiciones y luchando contra la discriminación de los organismos oficiales. También algunos maestros aceptan mujeres en sus talleres como el caso de Jacques Louis David pero hay cada vez más mujeres artistas que poseen un estudio propio (o compartido con otras compañeras), un espacio donde poder trabajar y donde las más famosas aceptan pupilas como el ya comentado de Adélaïde Labille-Guiard.
En la segunda mitad del siglo las grandes Escuelas de Bellas Artes comienzan a aceptar mujeres, pero aumentando para ellas las cuotas de inscripción y manteniendo la prohibición de copiar desnudos del natural.
Con la vanguardia artística francesa, proliferan en París los talleres y escuelas que mantienen contacto con los focos de la bohemia y alguno de los cuales abren aulas femeninas como por ejemplo el Estudio de Charles Chaplin (donde estudia Mary Cassatt) o la Académie Julian. El Impresionismo atrae también a algunas mujeres como Berthe Morisot o Mary Cassatt alumnas de Manet y Degas respectivamente.


Durante la primera mitad del siglo XX las mujeres se aproximan con entusiasmo al mundo de las vanguardias artísticas. Aparentemente las limitaciones que había sufrido la mujer a lo largo de toda la historia se habían superado: ya tiene acceso libre a las escuelas de pintura, pueden participar en exposiciones y concursos o copiar desnudos del natural, pero los prejuicios continúan instalados en la sociedad. Así vemos que las escuelas de arte están gestionadas por hombres, los críticos de renombre son hombres y los jurados de los concursos los componen hombres. La situación no ha cambiado mucho cuando el célebre fotógrafo Alfred Stieglitz debe defender el trabajo de su esposa, la pintora Georgia O’Keeffe durante la presentación de una exposición de la obra de ella.

"El aire de Plein", de Jeremy Lipking

Solo a partir de los años sesenta, con la consolidación del movimiento feminista y la lucha por los derechos de la mujer, se empiezan a realizar estudios que van sacando de las sombras a artistas de todos los tiempos, algunas de las cuales habían gozado de gran éxito en su época y demostrando la extraordinaria calidad de los trabajos de muchas de ellas cuyas obras eran a veces atribuidas a sus padres o maestros también artistas y, claro está, varones.
Como muestra de estas reivindicaciones, cabe señalar la realizada en 1989 en Nueva York por el grupo de activistas feministas Guerrilla Girls con carteles donde se leía: ¿Tienen que estar desnudas las mujeres para entrar en el Metropolitan Museum? Menos del 5% de los artistas de la Sección de Arte Moderno son mujeres, pero el 85% de los desnudos son femeninos.

 (Fuente)


Los problemas sexistas en la historia del arte


El cuerpo femenino como campo de batalla del modernismo es uno de los temas que Griselda Pollock plantea en su clásico “Visión y diferencia”.

Por MERCEDES PEREZ BERGLIAFFA (Revista Ñ)

¿Por qué no hubo grandes artistas mujeres? La pregunta –tan simple como difícil de responder–, formulada públicamente a través de un artículo escrito por la historiadora del arte norteamericana Linda Nochlin en 1971 (hace ya más de cuarenta años), es ardua de contestar completamente, aún hoy en día. Pero si existe una respuesta, Visión y diferencia. Feminismo, feminidad e historias del arte -el libro de la reconocida Griselda Pollock, sudafricana, también historiadora del arte–, es, sin dudas, una parte fundamental.
Por fin publicado en castellano por la editorial Fiordo –el trabajo de Pollock salió originalmente en Routledge ¡en 1988!, es decir, la obra tardó veinticinco años en aparecer en nuestro nuestro idioma–, sólo habían circulado en español algunos capítulos traducidos del inglés para alguna ocasión específica. 


La categoría mujer

En cada uno de los siete capítulos de Visión y diferencia..., la autora profundiza aquello que adelanta en los capítulos que parecieran ser el núcleo fundamental del trabajo: “Intervenciones feministas en la historia del arte” y, sobre todo, “Visión, voz y poder”. En él, Pollock discute y establece nociones que luego atravesarán el ensayo. Por ejemplo, aquella referida a la categoría mujer, definida por la autora como una categoría que es necesario problematizar, pero analizando atentamente de qué manera se podría problematizar.


Pollock describe también que el ideal mítico del artista –su imagen– es similar al establecido por la tradición judeo-cristiana (es decir, masculino). Recurre en un momento a “La carrera de los obstáculos” (1979), de la académica autraliana Germaine Greer, para comentar que esta autora “ve al artista como la estructura arquetípica de la personalidad masculina, egomaníaca, en constante pose, sobreidentificada con la habilidad sexual, que sacrifica todo y a todos en aras de lo que llama su arte”. Geer y Pollock coinciden en definir al ser artista-hombre como “una manera socialmente tolerada de la neurosis obsesiva”, asestando así un fuerte golpe al ideal mítico del artista.


La autora también demuestra cómo la mujer fue excluida, a lo largo de los siglos, de la idea de artista, dedicando una parte de su libro a las academias de bellas artes, específicamente a su época de oro, los siglos XVIII y XIX. Como es sabido, estas instituciones brindaban un acceso restringido a la educación artística: las mujeres no podían hacer allí dibujos del natural, con modelo. Sólo podían los hombres. La restricción las obligó a dedicarse a otros géneros, considerados “menores” como la naturaleza muerta, los paisajes, la retratística. De esta manera, las mujeres quedaron excluidas de la pintura de historia: fueron los hombres quienes determinaron qué imágenes se generaron en el ideológicamente significativo campo de la “alta” cultura. Un ejemplo relacionado con esto al que recurre Pollock es la pintura de 1772 de Johann Zoffany, “Los académicos de la Real Academia”. Dos artistas y pintoras de entonces –Angelica Kauffmann y Mary Moser– se incluyen en esta obra pero en forma de dos pequeños retratos de busto colgados en una pared: Zoffany no las podía omitir del retrato grupal pero las pinta casi como si fueran parte del mobiliario. La autora define: “La mujer es representada como un objeto para el arte antes que como productora”.
Además, Pollock le dedica un capítulo entero a la figura y la obra de Dante Gabriel Rossetti, pintor inglés prerrafaelista, en la que pone en crisis su preocupación obsesiva por los temas de la mujer y el deseo (pero tomando a la mujer como signo del deseo masculino, como fantasía). A lo largo de su trabajo, Griselda Pollock describe y analiza arduamente el sexismo estructural subyacente en gran parte de los estudios sobre historia del arte, especialmente aquellos referidos a la modernidad y al siglo XIX: ellos ostentan supuestos todavía vigentes. Propone, en este libro, concentrarse en las formas de explicación histórica de la producción artística de las mujeres, comprendiendo para ello a la historia como un complejo de procesos y relaciones, y al arte, como un fin que produce –en sí mismo y de manera activa– significados. Quizás así, desde esta posición, pueda arriesgarse una respuesta.


Opiniones: Arte como expresión masculina y burguesa


Artículo publicado en el blog: "1977voltios"

El arte ha asumido la función de la religión, no únicamente en tanto forma última (y en último término incognoscible) de conocimiento, sino también en tanto forma legítima de expresión emocional masculina. El artista "masculino" es considerado un genio por expresar sentimientos considerados tradicionalmente "femeninos". "Él" construye un mundo en el que el hombre queda heroizado al desplegar rasgos "femeninos"; mientras que la mujer es relegada a un insípido lugar subordinado. La "bohemia" está colonizada por varones burgueses, algunos de ellos poseídos por el "genio", que suelen comportarse de un modo excéntrico. Las féminas burguesas que adoptan un comportamiento similar al del "artista varón" son tachadas de histéricas, del mismo modo que los proletarios de cualquier sexo que se comportan de tal modo simplemente están "mal de la cabeza". Tanto en su práctica como en su contenido el arte es específico de un género y de una clase. Aunque sus defensores proclamen que el arte es una "categoría universal", no están diciendo la verdad. Cualquier análisis del público que asiste a las galerías y a los museos puede demostrar que el "disfrute" del "arte" está casi exclusivamente restringido a individuos pertenecientes a los grupos con mayores ingresos.

Stewart Home (1962), de su libro "Asalto a la cultura" (1988)


Artemisia Gentileschi


¿Fueron mujeres las que crearon el arte rupestre?


Las pinturas rupestres representan sobre todo episodios de caza y animales salvajes, por eso nuestra visión es que sus autores fueron hombres, pero un científico de EE.UU. ha concluido que al menos el 75% de las pinturas rupestres es obra de mujeres. Un equipo científico de EE.UU. liderado por el arqueólogo de la Universidad de Pensilvania Dean Snow examinó cientos de pinturas en ocho cuevas de Francia y España y llegó a la conclusión de que la mayoría de las pinturas rupestres fue creada por mujeres.


El interés de Dean Snow sobre este tema surgió hace más de diez años, cuando estudió los trabajos del biólogo británico John Manning. Manning afirmó en su estudio que la longitud relativa de los dedos de los hombres y mujeres se diferencia: ellas tienen el anular y el índice de una longitud parecida, mientras que los hombres presentan mayores diferencias.

Intrigado por el tema, Snow abrió un libro sobre las pinturas rupestres que contenía imágenes de la famosa cueva francesa Pech Merle, 'adornada' con decenas de siluetas de manos, uno de los motivos más antiguos de las pinturas rupestres. "Miré las siluetas de las manos y pensé que si Manning sabe lo qué dice, entonces casi seguramente son manos femeninas", dijo Snow a la revista 'National Geographic'.


El científico investigó cientos de siluetas de manos en ocho cuevas de Francia y España. Pero la mayoría de las imágenes no eran suficientemente claras para ser analizadas. En total la investigación abarcó 32 siluetas, la mitad de ellas de la cueva El Castillo, en Cantabria, y las otras de cuevas francesas como Gargas y Pech Merle, y determinó que 24 de las 32 manos -el 75%- pertenecía a mujeres. (Ilustración de Arturo Asensio).

Pudo ser una mujer, seguramente muchas. “Es posible…”, me dice el director del Museo de Altamira, José Antonio Lasheras en una interesantísima conversación sobre Paleolítico y añade: “pero también lo contrario”. En cuclillas, bajo la cúpula de roca, con poca luz y escrupuloso mimo, trazaron bisontes y ciervos heridos hasta realizar la pintura rupestre más evolucionada que se conoce: los Policromos de Altamira.
La razón por la que hablo de mujeres con Lasheras tiene que ver con un estudio reciente. Un arqueólogo, Dean Snow, ha analizado las huellas de manos encontradas en ocho cuevas de Francia y España. Y ha descubierto que el 75% son femeninas.
Snow basó su estudio en el trabajo del biólogo británico John Manning, que reveló que la longitud relativa de los dedos de las manos es diferente en hombres y mujeres: las homínidas solemos tener los dedos anular e índice de aproximadamente la misma longitud, mientras que el anular de los hombres suele ser más largo.


Un día, Snow se fijó en una huella humana de la famosa cueva de Pech Merle, en el sur de Francia. “Pensé ‘madre mía, si Manning tiene razón, casi seguro que esto es una mano de mujer”. Y comenzó su estudio de huellas. Hay que destacar que en la mayoría de las cuevas con arte no hay manos; y que cuando las hay se corresponden en general a un periodo intermedio, el gravetiense, y la mayor parte del arte es posterior a ese periodo. Pero las huellas que investigó Snow son mayoritariamente de mujer.
Lasheras avanza. “No creo que haya ningún artículo dedicado a negar que las mujeres fueran autoras del arte rupestre paleolítico, ni tampoco ninguno afirmándolo. Tampoco recuerdo nada escrito que atribuya el arte en exclusiva a los hombres. Pero, —y aquí es donde Lasheras dispara— salvo la ilustración que has elegido para tu artículo (ver arriba) muy reciente, no recuerdo ninguna en la que el autor del arte paleolítico sea una mujer, y esto es lo significativo y la consecuencia de un actitud sesgada, discriminatoria y acientífica respecto a la mujer, como si fuera una verdad evidente e incuestionable que el arte paleolítico fuera “cosa de hombres”, como el Soberano“.
Sonrío, porque no creo —Lasheras tampoco—que haya nada que pueda considerarse solo de hombres o solo de mujeres, ni el coñac, ni los bisontes.
Pero el sesgo de género al contar la prehistoria no solo resalta cuando aprendemos arte. Los divulgadores crearon al “Hombre de las cavernas”, y presentaron a una mujer relegada a funciones que en el S.XX se tildaron de segundo orden: cuidar de las crías y hacer la comida. Y no. Las paleolíticas no se quedaban en la cueva esperando la caza.
“Hace 15 años cuando concebimos los conceptos de la exposición del Museo de Altamira, compramos muchos libros de texto, escolares, de divulgación etc. y constatamos que la mujer apenas existía al contar la prehistoria. No se mostraba y, cuando lo hacían, se las veía, por ejemplo, aplaudiendo la llegada de los heroicos cazadores cargados de animales, o cocinando, o cosiendo, o jugando con un niño pequeño. Al mostrar que las mujeres del paleolítico solo hacían eso, cuando no hay ningún dato que lo demuestre, crearon la falsa idea de que era así”.
Pero las paleolíticas hacían de todo. “Al observar a las comunidades de cazadores-recolectores en el Amazonas, el Chaco, tierras altas de Papúa Nueva Guinea etc. vemos que su aportación a la dieta es más importante que la del hombre, porque es constante. La recolección de frutos y pequeños animales es diaria, mientras que la caza de un gran animal ocurre solo de vez en cuando. Pero, además, en selvas centro africanas y orientales, la caza y pesca son actividad en grupo, con redes y venenos, en las que participan igualmente hombres y mujeres. Así pues no hay razón para pensar que las mujeres del paleolítico no lo hicieran”.
Hay otras erratas de género en nuestra idea de prehistoria. Por ejemplo, que las mujeres no mandaban. Lasheras decidió corregirlo: “En el Museo de Altamira creamos una figura de una anciana neandertal con muchas marcas de expresión en torno a los ojos. Está sentada en el suelo, y levanta el dedo a un hombre joven que se encoge de hombros y se disculpa. No damos explicación a la imagen, sencillamente recreamos la opción de una mujer que advierte a un hombre, y él pide disculpas. En el paleolítico las mujeres daban órdenes, pueden darlas y deben darlas. Entonces, como hoy, ordenaban y regían el comportamiento y las relaciones interpersonales de la comunidad”.
Hay otro mito del que me encantará tratar en otra ocasión, y es el de la representación de la familia como un hombre, una mujer y los hijos. “La monogamia tampoco fue entonces una condición única, como no lo es ahora”.
Artistas, cazadoras, líderes, mono o polígamas, también madres, por supuesto, y cocineras… Las paleolíticas no eran diferentes a nosotras.
Queda algo que Lasheras destaca, y es importante. Él lo llama “actualismo” y tiene que ver con que a veces se atribuye al pasado características sesgadas, de género en este caso. Se genera así un pasado falso y la ponzoña está en que a partir de ahí se utiliza para justificar el presente. La idea de “la mujer en casa, con la pata quebrada” no tiene justificación ancestral. Por más que algunos aún lo intenten.

Galería de pintoras contemporáneas

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