domingo, 21 de julio de 2019

Los destructores de Atenea



"No existe el delito para quienes verdaderamente tienen a Jesús."
San Shenute


Palmira, c. 385 d.C.


Los destructores surgieron del desierto. Palmira debía haberles estado esperando; durante años, bandas de saqueadores formadas por fanáticos barbudos con ropajes negros, armados con poco más que piedras, barras de hierro y una férrea idea de la rectitud habían estado aterrorizando el extremo oriental del Imperio romano.

Sus ataques eran primitivos, violentos y muy efectivos. Esos hombres se movían en jaurías —más tarde en manadas de hasta quinientos— y cuando aparecían, lo que seguía era la completa destrucción. Sus objetivos eran los templos, y los ataques podían ser asombrosamente rápidos.
Grandes columnas de piedra que habían resistido durante siglos se desmoronaban en una tarde; las caras de las estatuas que habían permanecido en pie durante medio milenio eran mutiladas en un momento; templos que habían visto el auge del Imperio romano caían en un solo día.
Era un trabajo violento, pero no era ni mucho menos solemne. Los fanáticos se reían a carcajadas mientras hacían pedazos las estatuas "malvadas", los ídolos; los fieles se mofaban mientras derruían templos, hacían caer techos y despedazaban tumbas. Aparecieron los cantos, que inmortalizaban esos momentos gloriosos. "Esas cosas vergonzosas", cantaban orgullosamente los peregrinos; los "demonios e ídolos... que nuestro buen Salvador pisoteó de una vez". El fanatismo rara vez da lugar a buena poesía.
En este ambiente, el templo de Atenea en Palmira era un objetivo evidente. El elegante edificio era una celebración sin complejos de todo lo que los creyentes odiaban, un rechazo monumental al monoteísmo. Tras cruzar sus magníficas puertas y dejar atrás el refulgente sol sirio, los ojos habrían necesitado unos momentos para adaptarse a la fresca oscuridad de su interior. Mientras lo hacían, uno se habría percatado de que el aire estaba cargado del característico humo del incienso, o quizá de que la poca luz que allí había procedía de lámparas dispersas dejadas por los fieles. Al levantar la mirada, en el resplandor tintineante, se veía una gran figura de Atenea.

El elegante y altivo perfil de esta estatua podía encontrarse lejos de la Atenas nativa de Atenea, pero se reconocía al instante, con su recta nariz griega, su piel de mármol traslúcida y la boca carnosa, un poco mohína. El tamaño de la estatua —era mucho mayor que cualquier hombre— impresionaba. Aunque quizá aún más admirable que la escala física era la escala de la infraestructura y la ambición imperiales que habían llevado la pieza hasta allí. La estatua recordaba a otras que se encontraban en la acrópolis ateniense, a más de mil quinientos kilómetros; esta versión en concreto se había hecho en un taller a cientos de kilómetros de Palmira y, después, transportado hasta allí con considerables dificultades y costes, para crear una pequeña isla de cultura grecorromana en las arenas del desierto sirio.
Los destructores, ¿se percataron de esto al entrar?, ¿se quedaron impresionados, quizá fugazmente, por la sofisticación de un imperio que podía extraer, esculpir y después transportar el mármol a través de esas vastas distancias? ¿Ni que fuera por un momento, admiraron el talento que podía convertir el duro mármol en una boca tan suave que se podía besar? ¿Se quedaron asombrados por su belleza al menos por un segundo?
Parece que no. Porque cuando entraron en el templo cogieron un arma y golpearon con tanta fuerza la nuca de Atenea que con un solo y fortísimo golpe decapitaron a la diosa. La cabeza cayó al suelo, la nariz se partió y lo que fueran sus lisas mejillas quedaron aplastadas. Los ojos de Atenea, intactos, contemplaban ahora desde una cara desfigurada.
Pero la decapitación no era suficiente. Se desencadenaron más golpes que arrancaron el cuero cabelludo de Atenea, que hicieron saltar el casco de la cabeza de la diosa, que quedó hecho añicos. Siguieron más golpes. La estatua cayó de su pedestal y luego se separaron los brazos y los hombros. El cuerpo se dejó boca abajo sobre el polvo; el altar próximo se partió justo por encima de la base.
Parece que solo entonces esos hombres —esos cristianos— sintieron, satisfechos, que habían hecho su trabajo. Volvieron a fundirse una vez más con el desierto. Tras ellos, el templo quedó en silencio. Las lámparas votivas, desatendidas, se apagaron. En el suelo, la cabeza de Atenea empezó a cubrirse lentamente con la arena del desierto sirio.
Había empezado el "triunfo" de la cristiandad.

El texto reproducido pertenece al prólogo del libro de Catherine Nixey,
La edad de la penumbra.


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